Illustration:
Vicky Moss
Fuente
: Internet
Por más que fuese una princesa de sangre real, y además
infanta del inmenso imperio de España, también ella debía resignarse a no tener
más que un cumpleaños cada año, lo mismo que los hijos de los plebeyos del
reino. Era, por lo tanto, muy importante para todos que ese día fuera un día
hermoso. ¡Y era un día lindísimo! Los arrogantes tulipanes se erguían en sus
tallos, como largas filas de soldados, y miraban desafiantes a las rosas,
diciendo:
-¡Hoy somos tan
hermosos como ustedes!
Era el día del cumpleaños de la infanta, la princesita real
de España. Ella cumplía doce años, y el sol iluminaba con esplendor los
jardines del Palaciosas rojas mariposas revoloteaban alrededor, con alas
empolvadas de oro, y visitaban una por una todas las flores; las lagartijas de
verde tornasol habían salido de los muros para tomar el sol, y las granadas se
abrían con el calor, dejando ver sus corazones rojos. Hasta los pálidos limones
amarillentos, que crecían a lo largo de las arcadas sombrías, tomaban del sol
un color más rico y resplandeciente, y las magnolias abrían sus grandes flores
color marfil, embalsamando el aire con un perfume dulce y pungente al mismo
tiempo.
La princesita con sus
compañeros se paseaban por la terraza del palacio que se abría sobre aquel jardín,
y después jugó a las escondidas alrededor de los jarrones de piedra y las
antiguas estatuas cubiertas de musgo. Por lo general solo se le permitía jugar
con niños de su misma alcurnia, así es que casi siempre tenía que jugar sola.
Pero su cumpleaños era una ocasión excepcional, y el rey había ordenado que la
niña pudiese invitar a todos los amigos que quisiera.Era el día del cumpleaños
de la infanta, la princesita real de España. Ella cumplía doce años, y el sol
iluminaba con esplendor los jardines del Palacio.
Los movimientos de
los esbeltos niños españoles tienen una gracia majestuosa; los muchachos con
sus sombreros anchos, adornados de plumas, y sus capitas flotantes; las niñas,
recogiendo la cola de sus largos vestidos de brocado y protegiendo sus ojos del
sol con grandes abanicos negro y plata. Pero la infanta era la más encantadora
de todas, y la mejor vestida, según la aparatosa moda de aquellos tiempos.
Llevaba un traje de raso gris con amplias mangas abullonadas, damasquinadas de
plata, y un rígido corpiño cruzado por hilos de perlas finas. Al caminar, dos
pequeños escarpines, con moñitos de cinta carmesí, se le asomaban debajo de la
falda. Su inmenso abanico de gasa era rosa y nácar, y en la cabellera, que
rodeaba su carita pálida como un halo de oro, llevaba prendida una rosa blanca.
Triste y melancólico,
el rey observaba a los niños desde una ventana del palacio. Detrás de él
estaba, de pie, su hermano, don Pedro de Aragón, a quien odiaba, y su confesor,
el gran inquisidor de Granada, estaba sentado a su lado.
El rey estaba más triste que de costumbre, porque al ver a
la infanta saludando con gravedad infantil a los cortesanos, o riéndose detrás
del abanico de la horrible duquesa de Alburquerque, quien la acompañaba
siempre, se acordaba de la reina, la madre de la infanta, que había venido del
alegre país de Francia, para marchitarse en el sombrío esplendor de la Corte de
España. Su amada reina había muerto seis meses después de nacer su hija, sin
alcanzar a ver florecer dos veces los almendros del jardín. Tan grande había
sido el amor del rey por ella, que no permitió que la tumba se la robara por
completo. Un médico moro al que perdonaron la vida -porque según se murmuraba
en el Santo Oficio, era hereje y sospechoso de practicar la brujería-, la
embalsamó, y el cuerpo de la reina todavía descansaba en su ataúd, en la
capilla de mármol negro del Palacio, tal como los monjes la habían dejado un
tempestuoso día de marzo, doce años atrás. Cubierto por una capa oscura y con
una bujía en la mano, el rey iba a arrodillarse al lado del sepulcro cada
primer viernes del mes.
-¡Reina mía, reina
mía! -gemía roncamente.
Y a veces, olvidando
la rígida etiqueta que gobierna cada acto de la vida y limita hasta las
expresiones del dolor en un rey, tomaba entre las suyas aquellas manos pálidas
y enjoyadas, y trataba de reanimar con besos insensatos aquel rostro maquillado
y frío.
Sin embargo, esta
mañana le parecía verla de nuevo tal como aquella vez en que la contempló por
primera vez en el castillo de Fontainebleau, cuando él solo tenía quince años,
y ella era aún menor. Fue en aquella ocasión, cuando sellaron los esponsales
ante el nuncio de su santidad, el propio rey de Francia y toda su Corte. Poco
después él había regresado a El Escorial, llevando junto al corazón un rizo de
cabellos rubios y el recuerdo de dos labios infantiles que se inclinaban a
besarle la mano cuando subía a la carroza. Más tarde celebraron su matrimonio
en Burgos, ciudad próxima a la frontera de ambos países, y en seguida entraron
solemnemente en Madrid, asistieron a la tradicional misa mayor en la Iglesia de
Atocha, y dictaron un auto de fe más solemne que de costumbre, por el cual más
de trescientos herejes fueron entregados a la hoguera.
Sí, el rey la había
amado con locura, y para su propio infortunio. Apenas permitía que se apartara
de su lado, y por ella olvidaba, o al menos parecía olvidar, los graves asuntos
del Estado. La amaba tanto que jamás llegó a comprender que las complicadas
ceremonias con que trataba de entretenerla, solo conseguían agravar la extraña
enfermedad que ella padecía. Cuando la reina falleció, el rey anduvo algún
tiempo como privado de razón. Y sin duda habría abdicado para recluirse en el
Gran Monasterio Trapense de Granada, si no hubiese temido dejar a la infanta,
que todavía no tenía un año, en manos de su hermano, cuya crueldad y ambición
eran famosas en toda España. Además, muchos sospechaban que don Pedro de Aragón
había provocado la muerte de la reina, ofreciéndole unos guantes envenenados
cuando ella lo visitó en su castillo de Aragón. Después de pasar los tres años
de luto oficial que ordenó en todos sus dominios, el rey no toleró que sus
ministros le hablasen de un nuevo matrimonio. El mismo emperador de Alemania le
ofreció la mano de su sobrina, la encantadora archiduquesa de Bohemia, pero el
rey dijo a los embajadores que él ya había contraído nupcias con el Dolor. Esta
respuesta le costó a su trono perder las ricas provincias de los Países Bajos,
que se rebelaron contra él, acaudilladas por los fanáticos hugonotes.
Mientras veía a la
infanta jugar en la terraza, recordaba toda su vida conyugal, con sus goces
vehementes y su terrible agonía. La niña tenía, al igual que la reina, esa
petulancia deliciosa, ese gesto voluntarioso, la misma boca encantadora con
arrogantes labios altivos, y misma sonrisa maravillosa de su madre cuando
miraba hacia la ventana o tendía la manita para que la besaran los solemnes
hidalgos españoles. Pero la risa penetrante de los niños le lastimaba los
oídos, y el resplandor del sol se burlaba de su tristeza, y un perfume denso de
especias orientales, como las que utilizan los embalsamadores, parecía viciarle
el aire puro de la mañana. Escondió entre las manos sus facciones, y cuando la
infanta miró nuevamente hacia la ventana, las cortinas estaban corridas, y el
rey se había retirado.
La infanta hizo un
gesto de desagrado y se encogió de hombros. Su padre tendría que haberla
acompañado el día de su cumpleaños… ¿Qué podían importarle los aburridos
asuntos del Estado?, o, ¿acaso se había ido a la sombría capilla, donde ardían
continuamente los cirios, y a donde a ella no la dejaban entrar? ¡Qué tontería,
cuando el sol brillaba alegremente y todo el mundo estaba contento! Además, se
iba a perder el simulacro de corrida de toros, que ya anunciaban los sones de
trompeta, sin contar los títeres y las demás maravillas.
Su tío Pedro y el
gran inquisidor eran más cuerdos. Habían bajado a la terraza para saludarla y
decirle frases bellas y galantes. Levantó entonces su cabecita, y de la mano de
don Pedro descendió lentamente las escalinatas, para dirigirse hacia un gran
pabellón de seda púrpura que habían levantado a un extremo del jardín. Los
demás niños la seguían por orden riguroso de precedencia, ya que iban primero
aquellos que tenían una serie más larga de apellidos.
Un cortejo de niños nobles,
vestidos de toreros, salió a su encuentro, y el joven conde de Terra Nova, de
catorce años y belleza asombrosa, se quitó el sombrero con toda la gracia de un
hidalgo y la condujo con solemnidad a un pequeño trono de oro y marfil,
colocado sobre un alto estrado que dominaba la plaza. Las muchachas se apiñaron
a su alrededor, agitando sus inmensos abanicos y secreteándose entre ellas. Don
Pedro y el gran inquisidor se quedaron riendo a la entrada. Hasta la duquesa,
dama de facciones enjutas y duras, no parecía de tan mal humor como de
ordinario, y por su rostro se veía vagar algo parecido a una sonrisa fría y
desvaída.
Fue por cierto una
soberbia corrida de toros, mucho más bonita, pensaba la infanta, que la corrida
de verdad que había visto en Sevilla, cuando el duque de Parma visitó a su
padre. Algunos muchachos caracoleaban sobre caballos de madera y mimbre,
esgrimiendo largas lanzas adornadas con gallardetes de colores brillantes;
otros iban a pie agitando delante del toro sus capas escarlata y saltando
ágilmente la barrera cuando arremetía contra ellos; y en cuanto al toro, era
idéntico a uno de verdad, aunque solo fuera de mimbre forrado de cuero, y
mostrara una marcada tendencia a correr en dos patas por la plaza, cosa que
nunca haría un toro verdadero. Sin embargo, se portó con tanta valentía, que
las entusiasmadas doncellitas terminaron subidas a los bancos, agitando sus
pañuelos de encaje y voceando:
-¡Bravo toro! ¡Bravo,
toro bravo! -igual que si fueran personas mayores.
Finalmente el condecito
de Terra Nova logró vencer al toro, y tras de recibir la venia de la infanta,
hundió con tanta fuerza su estoque de madera en el morrillo del animal, que la
cabeza cayó a tierra, dejando ver el rostro sonriente del vizconde de Lorena,
hijo del embajador de Francia en Madrid.
Después de eso, entre
aplausos entusiastas, dos pajecitos moros despejaron el ruedo, arrastrando
solemnemente los caballos muertos, y tras de un corto intermedio, en el que un
equilibrista francés realizó unos ejercicios vertiginosos sobre la cuerda
floja, aparecieron en el escenario de un teatro expresamente construido para
ese día, unas marionetas italianas, representando la tragedia semiclásica de
Sofonisba. La representaron tan bien y con gestos tan naturales, que al final de
la obra los ojos de la infanta estaban bañados de lágrimas. Algunos niños
lloriqueaban también, y hubo que consolarlos con golosinas. El mismo gran
inquisidor se sintió tan conmovido que comentó a don Pedro que le parecía
intolerable que unos simples objetos de madera y cera, movidos por alambres,
pudieran ser tan desdichados y sufrir tantas desdichas.
Apareció después un
malabarista africano que traía una gran canasta cubierta con un velo rojo. La
puso en el centro del ruedo, extrajo de su turbante una flauta de caña, y
comenzó a tocar. De pronto el paño comenzó a agitarse y mientras la flauta
emitía sonidos cada vez más penetrantes, dos serpientes de verde y oro asomaron
sus extrañas cabezas triangulares, y se fueron levantando muy despacio,
balanceándose al ritmo de la música, como una planta acuática se balancea en la
corriente. Los niños se asustaron un poco, y se divirtieron mucho más cuando el
malabarista hizo brotar de la tierra un naranjo diminuto, que súbitamente se
cubrió de preciosas flores blancas, y por último exhibió racimos de verdaderas
naranjas. Y también se sintieron fascinados cuando el africano le pidió su
abanico a la hija del marqués de Las Torres, y lo transformó en un pájaro azul,
que revoloteó cantando entusiasmado alrededor del pabellón. Entonces el deleite
y asombro de los niños no tuvo límite.
Luego vino el
espectáculo encantador del solemne minué que bailaron los niños del coro de la
iglesia de Nuestra Señora del Pilar, de Zaragoza. La infanta no había
presenciado nunca esta maravillosa ceremonia que cada año se celebra durante el
mes de mayo ante el altar mayor de la Virgen. Además ningún miembro de la
familia real había vuelto a entrar en la catedral de Zaragoza desde que un
sacerdote loco, y según se dijo, sobornado por la solterona Isabel de
Inglaterra, había intentado hacer comulgar al príncipe de Asturias con una
hostia envenenada. Por eso, la infanta solo conocía de oídas aquel minuet que
todos llamaban la “Danza de Nuestra Señora”.
Estos niños Zaragozanos venían vestidos con trajes antiguos,
de terciopelo blanco, y sus tricornios estaban ribeteados de plata y adornados
con grandes penachos de blanquísimas plumas de avestruz. Todo el mundo se
sintió encantado por la lindura y dignidad con que bailaron las complicadas figuras
de la danza y por la gracia de sus ademanes y reverencias. Cuando terminaron,
se sacaron los sombreros para saludar a la infanta, y ella contestó con mucha
cortesía, prometiendo además mandar un gran cirio al santuario, para agradecer
la alegría y el placer con que la habían agasajado.
En el momento en que
salían de la iglesia, un grapo de gitanitos avanzó por la plaza. Se sentaron
con las piernas cruzadas, formando circulo, y empezaron a tocar suavemente sus
guitarras y citaras, al tiempo que canturreaban, casi imperceptiblemente, un
aire soñador y melancólico. Cuando divisaron a don Pedro, algunos se aterraron,
y otros pusieron el ceño adusto y embravecido, pues pocas semanas atrás don
Pedro había mandado a ahorcar por brujería a dos hombres de la tribu; pero la
infanta, que los contemplaba por encima del abanico con sus grandes ojos
azules, les encantó transformándoles el ánimo. Una criatura tan encantadora no
podía ser cruel con nadie. Y continuaron tocando muy dulcemente, rozando las
cuerdas con sus largas uñas, e inclinando sobre el pecho la cabeza, mientras
cantaban como si estuvieran a punto de quedarse dormidos. Después se
levantaron, desaparecieron por un instante, y regresaron con un lanudo oso
pardo, sujeto por una cadena, que llevaba en los hombros varios monos de
Berbería. El oso se puso de cabeza, con la mayor gravedad, y los monos hicieron
todo tipo de piruetas con dos gitanillos de diez años. En verdad, los gitanos
tuvieron un gran éxito con su presentación.
Pero lo más divertido
de la fiesta, lo mejor de todo sin duda alguna, fue la danza del enanito.
Cuando apareció en la plaza tambaleándose sobre sus piernas torcidas y
balanceando su enorme cabezota deforme, los niños estallaron en ruidosas
exclamaciones de alegría, y la infanta rió tanto que la camarera se vio
obligada a recordarle que si bien muchas veces en España la hija de un rey
había llorado delante de sus pares, no había procedente de que una princesa de
Sangre Real se mostrara tan regocijada en presencia de personas inferiores a
ella. Pero el enano era irresistible, y ni siquiera en la Corte de España,
conocida por su afición a lo grotesco, se había visto jamás un monstruo tan
extraordinario.
Fuera de eso, esta
era la primera aparición en público del enano. El día anterior, mientras
cazaban en uno de los sitios más apartados del bosque de encinas que rodeaba la
ciudad, lo habían descubierto dos nobles, corriendo locamente entre los
árboles. Los nobles pensaron que podía servir de diversión a la princesa y lo
llevaron al Palacio, ya que el padre del enano, un mísero carbonero, no puso
dificultad alguna en que lo libraran de un hijo que era tan horrible como
inútil. Tal vez lo más divertido era la absoluta inconsciencia que tenía el
enano de su grotesco aspecto. Al contrario, parecía muy feliz y orgulloso.
Tanto, que cuando los niños se reían, el también reía, tan franca y alegremente
como ellos, y al terminar cada danza los saludaba con las más divertidas
reverencias, como si fuera igual a ellos, y no un ser raquítico y deforme, que
solo servía para que los demás tuviesen algo de qué burlarse.
La infanta lo había
fascinado de un modo tal que al enano se le hacía imposible dejar de mirarla, y
parecía bailar solamente para ella. Cuando terminó de bailar, la niña recordó
haber visto a las grandes damas de la Corte arrojarle ramos de flores a
Caffarelli, el famoso tiple italiano, y entonces, en parte por burla y en parte
para enojar a su camarera mayor, sacó la rosa blanca de sus cabellos y la
arrojó a la plaza con la más dulce de sus sonrisas.
El enano tomó la cosa
muy en serio, besó la flor con sus gruesos labios y se llevó la mano al corazón
antes de arrodillarse delante de la infanta, gesticulando con sus ojos
chispeantes de alegría.
Con esto se quebrantó
la seriedad y compostura de la infanta que no pudo contener la risa, ni
siquiera cuando el enanito desapareció de la plaza, y manifestó a su tío el
deseo de que se repitiera la danza de inmediato. Pero la camarera mayor decidió
que el sol calentaba demasiado y que sería preferible que su alteza regresara
sin tardanza al Palacio, donde le habían preparado una fiesta maravillosa.
Al fin, la infanta se
puso de pie con suma dignidad, y dio la orden de que el enanito danzase de
nuevo para ella después de la siesta. Agradeció también al condecito de Terra
Nova por su encantador recibimiento, y se retiró a sus habitaciones, seguida
por los niños, en el mismo orden en que habían entrado.
Al saber que iba a
bailar de nuevo ante la infanta, obedeciendo sus expresas órdenes, el enanito
se sintió tan orgulloso y feliz, que se lanzó a correr por el jardín besando la
rosa blanca en un absurdo transporte de alegría, y gesticulando del modo más
estrambótico y pagano.
Hasta las flores se
indignaron de aquella insolente invasión a sus dominios, y cuando le vieron
hacer piruetas por los paseos y agitar los brazos de modo tan ridículo, no
pudieron contenerse.
-Es demasiado
horrible para permitirle estar donde estamos nosotros -exclamaron los tulipanes.
-¡Ojalá bebiera jugo
de amapolas, que lo hiciera dormir más de mil años! -dijeron las grandes
azucenas, encendidas de ira.
-¡Qué cosa tan
horrible! -aullaron las calceolarias-. Es contrahecho y rechoncho, y no puede
haber mayor desproporción entre su cabeza y sus piernas. Si se nos llega a
acercar va a conocer nuestros pelitos urticantes.
-¡Y lleva una de mis
rosas más bellas! -exclamó el rosal blanco-. Yo mismo se la di esta mañana a la
infanta, como regalo de cumpleaños. No cabe duda que la ha robado.
Y se puso a gritar
con todas sus fuerzas:
-¡Atajen al ladrón!
¡Al ladrón! ¡Al ladrón!
Incluso los rojos
geranios, que no suelen creerse grandes señores, y se les suele conocer por sus
numerosas relaciones de dudosa calidad, se encresparon de disgusto cuando lo
vieron. Y hasta las violetas mismas observaron -aunque dulcemente-, que si por
cierto el enano era sumamente feo, la culpa no era de él. Algunas agregaron que
siendo la fealdad del enanito casi ofensiva, demostraría más prudencia y buen gusto
adoptando un aire melancólico o siquiera pensativo, en lugar de andar saltando
como un enajenado y haciendo gestos tan grotescos y estúpidos.
En su
despreocupación, el enano llegó a pasar rozando el viejo reloj de sol que
antiguamente indicaba las horas nada menos que al emperador Carlos V. El
venerable reloj se desconcertó tanto, que casi se olvidó de señalar los
minutos, y comentó con el pavo real plateado que tomaba el sol en la
balaustrada, que todo el mundo podía advertir que los hijos de los reyes eran
reyes, y carboneros los hijos de los carboneros. Afirmación que aprobó el pavo
real:
-¡Indudablemente,
indudablemente! -dijo con voz tan áspera y chillona que los peces dorados que
vivían en la fuente, sacaron del agua la cabeza preguntando qué ocurría a los
grandes tritones de piedra que arrojaban sus gruesos chorros para mantener
fresca el agua.
Sin embargo, los
pájaros amaban al enanito. Lo habían visto bailando en la selva, como un
duendecillo detrás de los torbellinos de hojas, o acurrucado en el hueco de la
vieja encina, compartiendo sus nueces con las ardillas, y no les importaba en
absoluto que no tuviese esos rasgos que los humanos consideran belleza. Para
ellos, el enano no era en absoluto feo. El mismo ruiseñor que canta tan dulcemente
en los bosques de naranjos, no es muy hermoso que digamos. Además el enanito
había sido muy bueno con ellos y durante aquel invierno crudísimo, cuando no ya
en los árboles no quedaba fruta ni semilla alguna, y la tierra estaba dura como
el hierro, y los lobos aullaban en las mismas puertas de la ciudad buscando
alimento, el enanito no los había olvidado ni un solo día; siempre les dio
migajas de su mendrugo de pan negro y compartió con ellos su almuerzo, por más
pobre que fuera.
Es por eso que
volaron a su alrededor, rozándole el rostro con una caricia de alas y hablando
entre sí. El enanito estaba tan maravillado que les mostró la hermosa rosa
blanca, y les dijo que se la había dado la propia infanta, en prueba de amor.
Los pájaros no le
entendieron ni una palabra, pero no importaba, porque ladeaban la cabeza y lo
miraban con aire doctoral.
También las
lagartijas sentían un aprecio muy grande por él, y cuando el enanito se cansó
de dar volteretas por todos lados y se tendió sobre la hierba a descansar,
jugaron y brincaron alrededor de él entreteniéndolo lo mejor posible.
-No todos pueden ser
tan hermosos como una lagartija -exclamaban-, sería mucho pedir. Y, aunque
parezca absurdo, no es tan feo cuando uno cierra los ojos y deja de verlo.
Las lagartijas son de
naturaleza extraordinariamente filosófica, y muy a menudo se pasan horas y
horas meditando, cuando no tienen otra cosa que hacer o llueve o hace demasiado
frío para salir a pasear.
Las flores, ante
esto, se sintieron fastidiadas por la manera como actuaban los lagartos y los
pájaros, que para ellas resultaba desleal.
-Esto demuestra con
toda claridad -decían-, cómo reblandece el cerebro ese ir y venir, ese
revolotear sin sentido. La gente bien educada no se mueve de su sitio, como
hacemos nosotras. ¿Quién nos ha visto corretear por los paseos o rotar sobre la
hierba detrás de las libélulas? Cuando necesitamos cambiar de aire mandamos
venir al jardinero, y él nos traslada de sitio. Pero los pájaros y los lagartos
no tienen sentido del reposo, y de los pájaros en particular hasta se puede
decir que no tienen domicilio fijo. Son simples vagabundos, como los gitanos, y
como tales deberían ser tratados.
Y alzando sus
corolas, adoptaron un aire más altanero todavía; solo volvieron a mostrarse
alegres cuando vieron que, poco rato después, el enanito se levantó de la
hierba y atravesó la terraza en dirección al Palacio.
-Como asunto de
higiene pública deberían encerrarlo bajo llave para el resto de su vida
-comentaron las flores-. ¿Han visto esa joroba y esa piernas retorcidas? -y
empezaron a reír burlonamente.
Pero el enanito no
había escuchado nada. Amaba profundamente a las aves y las largatijas, y
pensaba que las flores eran la cosa más maravillosa del mundo, exceptuando
naturalmente a la infanta; porque ella le había dado la rosa blanca, y le
amaba, y eso establecía una gran diferencia.
¡Cómo anhelaba volver
a encontrarse ante la princesita! Ella lo sentaría a su diestra, y le
sonreiría, y después no volvería a apartarse de su lado; iba a ser su
compañero, y le enseñaría juegos deliciosos. Porque a pesar de no haber estado
nunca antes en un Palacio, él sabia hacer muchas cosas admirables. Sabía hacer
jaulitas de junco para encerrar los grillos, y que cantaran dentro; y con las
cañas nudosas podía fabricar flautas y caramillos. Imitaba el grito de todas
las aves, y podía hacer bajar a los estorninos de la copa de los árboles, y
atraer a las garzas de la laguna.
Él sabia reconocer
las huellas de todos los animales y podía seguir la pista de la liebre por su
rastro casi invisible, y la de los jabalíes por unas pocas hojas pisoteadas.
Conocía todas las danzas salvajes: la danza desenfrenada del otoño, en traje
rojo; la danza estival sobre las mieses, en sandalias azules; la danza con
blancas guirnaldas de nieve, en el invierno; y la danza embriagada de las
flores a través de los jardines en la primavera. Sabía en qué lugares las
palomas torcazas ocultan sus nidos, y una vez que un cazador había capturado a
los padres, él crió a los polluelos construyéndoles un pequeño palomar en la
oquedad de un olmo desmochado. Y los domesticó con tanta habilidad que todas
las mañanas acudían a comer en su mano. La infanta también los amaría, lo mismo
que a los conejos, que se hacen invisibles entre los grandes helechos y las
zarzas; y a los grajos, de plumas aceradas y picos negros; y a los
puercoespines que pueden convertirse en una bola de púas y a las grandes
galápagos, que se arrastran lentamente, menean la cabeza y comen hojas tiernas
y raíces suculentas. Sí, la infanta iría a la selva, y jugaría con él. Por las
noches le cedería su propia cama para que ella durmiese, y él la cuidaría hasta
el alba, para que los lobos hambrientos no se allegasen demasiado a la choza. Y
al amanecer, la despertaría con unos golpecitos en la ventana. Y se irían al
bosque, y allí, bailando juntos, dejarían transcurrir el día entero.
Pero ¿dónde estaba la
infanta? Interrogó a la rosa blanca pero no obtuvo respuesta. Todo el Palacio
parecía dormir, y hasta en las ventanas abiertas colgaban pesados cortinajes
para amortiguar la resolana.
Después de dar mil
vueltas buscando una entrada, halló finalmente una puertecilla, que había
quedado entreabierta. Se deslizó dentro con cautela, y se encontró en un salón
espléndido, mucho más espléndido, pensó atemorizado, que la misma selva. Todo
era dorado, y hasta el piso estaba hecho de primorosos baldosines de colores,
dispuestos en dibujos geométricos.
Pero la infanta
tampoco estaba allí; solo había unas maravillosas estatuas blancas, que lo
miraban desde lo alto de sus zócalos de jaspe, con ojos de mirada ambigua y una
extraña sonrisa en los labios.
Al fondo del salón
había una cortina de terciopelo negro, lujosamente bordada de soles y
estrellas; era la enseña favorita del rey. ¿No estaría la infanta ahí detrás?
Avanzó sigilosamente
y descorrió la cortina. No había nadie. Era otra habitación, todavía más
hermosa que la anterior. Las paredes estaban cubiertas con tapices de Arras, en
tonos verdes y castaños, representando una escena de cacería. En otro tiempo
esa había sido la habitación de Jean Le Fou, como llamaban a ese rey Loco, tan
apasionado por la cacería, que más de una vez, en su delirio, había querido
montar en los grandes corceles encabritados de los tapices, y perseguir al
ciervo acosado por los enormes sabuesos. Ahora la habían destinado a sala del
consejo, y sobre la mesa del centro se veían las carteras rojas de los
ministros y consejeros.
El enano miró a su
alrededor lleno de asombro, y casi sin atreverse a seguir su camino, a los
extraños jinetes silenciosos, que galopaban tan velozmente por el bosque, sin
hacer el menor ruido en la tapicería. Le parecía que eran los Comprachos, esos
terribles fantasmas de que había oído hablar a los carboneros, que solo cazan
de noche, y si encuentran a un hombre lo transforman en ciervo para cazarlo.
Pero el recuerdo de
la encantadora infantita le hizo recobrar el coraje. Necesitaba encontrarse a solas
con ella y decirle que él también la amaba.
Atravesó corriendo
las alfombras persas y abrió la puerta siguiente. ¡No! Tampoco estaba allí. La
habitación estaba completamente vacía.
Era el imponente
salón del Trono, destinado a la recepción de los embajadores extranjeros,
cuando el rey accedía a darles audiencia, cosa que sucedía rara vez. Las
colgaduras eran de cuero dorado de Córdoba, y una pesada lámpara dorada colgaba
del techo blanco y negro, con suficientes brazos como para sostener trescientas
bujías. El trono se alzaba bajo un gran dosel de brocado de oro, donde estaban
bordados los leones y las torres de Castilla. Sobre el segundo escalón del
Trono estaba el reclinatorio de la infanta, con su cojín de tisú de plata; y
más abajo, fuera del dosel, el asiento del nuncio pontificio, único dignatario
que tenía el derecho de estar sentado en presencia del rey.
En la pared frente al
trono pendía un retrato, en tamaño natural, de Carlos V en traje de caza,
acompañado de su gran mastín. Otro cuadro representaba a Felipe II recibiendo
el homenaje de sus vasallos de Flandes.
Mas poco le importaba
toda esta magnificencia al enanito. No habría cambiado su rosa blanca por todas
las perlas del dosel, ni habría dado un solo pétalo por el mismísimo trono. Lo
único que quería era ver a la infanta antes de que ella fuese al pabellón, y
pedirle que se marchara con él cuando la danza concluyese.
Dentro del palacio,
el aire era sofocante y pesado, mientras que en la selva el viento soplaba
filtrándose alegremente entre hojas fragantes y la luz del sol apartaba las
ramas con sus manos doradas. También había flores en la selva, no tan
espléndidas como las flores del jardín, pero de perfume más dulce: como los
jacintos tempranos, las prímulas amarillas, las brillantes celidonias, las
verónicas azules y los lirios de color morado y oro. ¡Sí, la Princesa se iría
con él una vez que lograse encontrarla! Lo acompañaría a la selva, y él pasaría
el día entero bailando para ella. Esta idea lo hizo sonreír y entró sin vacilar
en la cámara siguiente.
De todas las
habitaciones donde ya había estado, esta era la más espléndida y hermosa. Las
paredes estaban tapizadas de damasco rojo, salpicado de pájaros y flores de
plata; los muebles eran de plata maciza y ante las dos enormes chimeneas, se
abrían dos grandes pantallas, con pavos reales y papagayos de hilo de oro
bordado en relieve. El pavimento, de ónix color verde mar, parecía perderse en
la lejanía. Pero aquí no estaba solo. Desde la sombra de la puerta, al otro
extremo de la habitación, una pequeña figura lo contemplaba. Le tembló el
corazón, dejó escapar un grito de alegría, y avanzó. Entonces, la figura avanzó
también y el enanito consiguió distinguirla con claridad.
¿Era la infanta? No,
quien se le acercaba era un monstruo, el monstruo más grotesco que podía
existir. No era proporcionado como todo el mundo, sino jorobado y patizambo,
con una cabezota enorme que se bamboleaba de un lado a otro, y una hirsuta crin
negra. El enanito frunció el ceño, y el monstruo también lo frunció. Se echó a
reír, y el monstruo se puso a reír con él, dejando caer los brazos lo mismo que
él. Le hizo una reverencia burlona, y el monstruo le respondió con una
reverencia todavía más irónica. Avanzó hacia él, y el monstruo vino a su
encuentro remedando todos sus gestos y deteniéndose cuando él se detenía. Gritó
alegremente y corrió hacia él, alargándole la mano, y la mano del monstruo tocó
la suya y era fría como el hielo. Se asustó y retiró la mano y la mano del
monstruo le imitó vivamente, mientras ponía una grotesca expresión de miedo.
Hizo un intento de
esquivarlo y seguir adelante pero lo detuvo aquel ente, poniéndosele siempre
por delante con su contacto duro y resbaladizo. La cara del monstruo estaba muy
cerca de la suya, como si tratase de besarlo, y se veía patéticamente
aterrorizada. Retiró los mechones que le caían sobre los ojos, y el monstruo
hizo lo mismo. Lo golpeó, y el monstruo le devolvió golpe por golpe, le hizo
muecas y en el rostro del monstruo se dibujaron las mismas muecas. Retrocedió,
y el monstruo retrocedió también, entreabriendo una jeta repulsiva.
¿Qué extraño fenómeno
era ese? Reflexionó un momento mirando en torno suyo por todo el salón. Era
extraño: todo parecía tener su igual detrás de ese muro invisible de agua
transparente y sólida. Si, cuadro por cuadro, y asiento por asiento todo estaba
allí como duplicado. El fauno dormido, junto a la puerta, tenía su hermano
gemelo que dormía también; y la Venus de plata, en pie bajo los rayos del sol,
extendía los brazos a otra Venus tan hermosa como ella.
¿Sería aquello el
Eco?
Recordó aquella
ocasión en que había llamado al eco en el valle y el Eco le había respondido
palabra por palabra. ¿Podría burlar la vista, como burlaba la voz? ¿Podría
crear un mundo a imitación, idéntico al mundo real? ¿Las sombras de las cosas,
podrían tener color y vida y movimiento? ¿Sería posible que…?
Se estremeció, y
sacando de su pecho la rosa blanca, la besó. ¡ Pero he aquí que el monstruo
también tenía una rosa, pétalo por pétalo idéntica a la suya! ¡Y la besaba con
igual deleite, y la estrechaba contra su corazón haciendo gestos grotescos!
Cuando al final la
verdad se abrió paso en su mente, el enano lanzó un aullido, un grito de
desesperación, y cayó al pavimento sollozando. ¡Ese ser deforme y jorobado, de
aspecto horrible y grotesco, era él! ¡Era él mismo, él era el monstruo, y era
de él de quien se habían reído todos los muchachos… y la princesita, en cuyo
amor creyera… ella también se había burlado de su fealdad, había hecho mofa de
sus piernas torcidas! ¿Por qué no lo habían dejado en el bosque, donde no había
espejo que le mostrara su horror? ¿Por qué no lo había matado su padre antes de
permitir que se burlaran de él? Lloró lágrimas quemantes, y sus manos
destrozaron la rosa blanca… y el monstruo hizo lo mismo y esparció por el aire
los delicados pétalos.
El enanito se cubrió
los ojos con las manos, y se alejó del espejo temiendo verlo una vez más.
Como un pobre ser
herido se arrastró hacia la sombra, y allí se quedó gimiendo.
En ese preciso instante, por el ventanal abierto, entró la
propia infanta con su séquito, y cuando vieron al horroroso enanito de bruces
en el pavimento, golpeándolo con los puños del modo más fantástico, estallaron
en alegres carcajadas.
-Sus danzas son muy
graciosas -dijo la infanta-, pero su manera de actuar es mucho más divertida
todavía. Lo hace casi tan bien como las marionetas, aunque con menos
naturalidad.
Agitó su abanico, y
aplaudió.
Pero el enanito no
levantó la cabeza. Sus sollozos eran cada vez más débiles; hasta que exhaló un
extraño suspiro y se oprimió el costado. Luego, cayó boca arriba y quedó
inmóvil.
-¡Lo has hecho
estupendo! -aplaudió la infanta después de una pausa-. Pero ahora te toca
bailar.
-Sí -gritaron los demás niños-, tienes que levantarte y
bailar. Eres tan inteligente como los monos de Berbería, y mucho más gracioso.
Pero el enanito no
contestó.
La infanta, airada,
dio un golpe en el suelo con su pie, y llamó a su tío, que estaba paseando con
el chambelán, mientras leían unas cartas recién llegadas de México, donde se
acababa de establecer la Santa Inquisición.
-Mi enanito se está
haciendo el desobediente -gritó la infanta-. ¡Levántenlo y díganle que baile!
Los caballeros
sonrieron entre sí y entraron sin prisa. Al llegar junto al enanito, don Pedro
se inclinó y lo golpeó suavemente en la mejilla con su guante bordado.
-Baila ya, petit
montre –dijo-. La infanta de España y de todas las Indias quiere que la
diviertas.
Pero el enanito
permaneció inmóvil.
-Habrá que hacer
venir al verdugo -dijo enojado don Pedro.
Pero el chambelán,
que miraba la escena con rostro grave, se arrodilló junto al enanito y le puso
la mano sobre el corazón. Después de un momento se encogió de hombros y
levantándose, hizo una profunda reverencia a la infanta diciendo:
-Mi bella princesa,
tu enanito no volverá a bailar. Y es lamentable, porque es tan feo, que con
seguridad habría hecho sonreír al propio rey.
-¿Y por qué no volverá
a bailar? -preguntó la infanta con aire decepcionado.
-Porque su corazón se
ha roto -contestó el Chambelán.
Y la infanta frunció
el ceño, y sus finos labios se contrajeron en un delicioso gesto de fastidio.
-De ahora en adelante
-exclamó echando a correr al jardín- procura que los que vengan a jugar conmigo
no tengan corazón.