Silencio marginal - Marco Antonio Vega
Alfredo
Luis Lobo Quintana, in memoriam.
La peste, tras más de un año de su
aparición, ya se había vuelto otra parte oscura y densa de la cotidianidad. El
mundo estaba cada vez más fastidioso y fastidiado ante la ausencia de verdades
y respuestas para los mortales suplicantes que como siempre clamaban por no
desaparecer cual almas en pena que ruegan por encontrar el camino en una suerte
de purgatorio terrenal sin llegar a conocer su destino real y neciamente aún se
refugiaban en plegarias milenarias que en el fondo sabían infructuosas como
siempre lo habían sido por los siglos de los siglos. Él, tanto caballero como
escudero de sí mismo, no iba a cederle a la Muerte el triunfo de ser derrotado
en una partida de ajedrez quizás amañada por cualquier desliz de inseguridad
fugaz y menos por uno de aquellos que suceden en el confesionario a la sombra
de las certezas que él ya había logrado obtener por cuenta propia. Por eso, y a tiempo, como el cruzado Antonius
Block cuando regresa a su lugar de origen, había perdido la fe desde mucho
antes, lo cual le procuró un incremento en su escepticismo que derivó en un ingenioso
cinismo, superior incluso al del escudero Jöns en la recordada y magistral
pieza de Ingmar Bergman.
Su vocación mística que lo llevó de
seminarista en tiempos más solemnes y letrados que los actuales a devenir en estudiante
de filosofía en épocas postexistencialistas le había hecho rechazar con
vehemencia la fe religiosa como resultado de su propia cruzada en contra de los
dogmas y las supersticiones, los cuales reemplazó por esa cualidad más propia e
innata dada en su desdén hacia las convenciones mal llamadas sociales y morales
que separan en lugar de unir y desfiguran valores en lugar de acrecentarlos,
como si en el fondo quisiera y supiera que podía ser el cínico mayor de la
comarca, porque al contrario de Block, para quien “la fe es un grave
sufrimiento”, Alfredo Luis era más de gozar que de padecer.
No resulta para nada sencillo tomar una
obra maestra y llevarle la contraria, pero él lo hizo. Aunque en mucho pueda
coincidir con la sabiduría de El séptimo
sello, pues así debía ser para hallarse la similitud, Alfredo, sin
pretenderlo, le dio un giro a la siempre inquietante historia medieval en una
aldea igualmente pacata a la de la película y asimismo purulentamente apestada
de oscurantismo y doble moral; es decir, se salió con la suya, con su propia
historia y su propio final. Superó a Block cuando en aquella playa escandinava
le dice a la Muerte que “el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil”,
pues en su caso ninguno de los dos era débil y, además, dispuesto siempre
estuvo tanto a lo mundano como a lo sagrado dentro de sus propias concepciones
de ambos.
Elocuente en su discurso, como el aldeano
al que el fiel escudero Jöns intenta interrogar a su paso de regreso a su
tierra con el caballero, prefirió callar antes que dar un mensaje lúgubre similar
al de la película. Así, como un cruzado único, atemporal y anacrónico, pero
sobre todo silencioso, escogió cual renegado el día apropiado para no para
resucitar. Podría decirse que contrarió a Bergman también en no tener que
pedirle prórrogas a la Muerte, pues se iría sin concesiones hasta el final y
leal a su naturaleza, ya que no era de jugar partidas de ajedrez innecesarias
cuando él mismo había capturado tras las rejas a la reina de la aldea con sus
titulares de prensa y puesto en jaque a muchos peones y demás fichas del
entorno local. Y de esa manera el silencio de Dios que nunca nada responde lo
transformó finalmente en un diálogo infinito con todos nosotros desde ese día
hasta la eternidad y que hace ahora del recuerdo de los encuentros con él toda
una revelación, tal como aquel pícnic que austeramente comparten los personajes
de la cinta sueca. Por eso, sin ser él el llamado a abrir el séptimo sello para
que el cielo guardara quizá más silencio aun, porque probablemente sabía incluso
que si de él hubiera dependido, la trompeta del anuncio la habría tocado Maite Hontelé
y más que romperse, se habría destapado un Sello Negro al son de una salsa
celestial con pregones por todo lo alto para sus detractores inhábiles y sus
adversarios que son los mismos de toda la raza humana: los que llevan a la
hoguera a la hereje en la película cuando todos, ellos y nosotros, bien podemos
reconocer que nuestro espanto y admiración ante el fuego y el demonio, ante los
hombres y su fe siniestra, es igual al de esa pobre criatura desolada. De ahí
que nada haya sido más marginal que morirse de un infarto en plena pandemia para
dejar a todos los que no lo abarcaron ni dimensionaron en un silencio total y con
su peste pululando por todas partes, sin recuperar el valor olvidado de este,
como bien señaló Ciorán desesperadamente desde las cimas de la razón, porque
los enajenados andan en el bullicio de la ambición de sus logros hasta que los
enmudece el sinsentido de sus obras en el momento final, con lo cual Alfredo
contrarió también a Block, puesto que no hay nada que pueda comprometer con una
obra determinada ni nadie a quien se pueda salvar.