Una instántanea, múltiples historias - Gustavo Lobo Amaya


Vicente Pacini 
Panorámica de Ocaña 
1876 
(editada por Gustavo Lobo Amaya) 

En el momento en que el fotógrafo Vicente Pacini Rossio hace una visita corta a Ocaña en 1876, de paso a El Socorro, la mayor parte de los caminos reales se encuentra en condiciones pésimas. Cada viajero se juega la vida en la 
incierta travesía. Pese a todo, el aventurero italiano toma el riesgo de venir a la región distante. Al llegar le maravilla de inmediato el clima y el orden de la ciudad. En algún instante de la estadía, sube el aparatoso equipo fotográfico al Cerro de la Horca (hoy barrio Cristo Rey) con el ánimo de registrar una panorámica de la ciudad. Parece ser la primera que se ha hecho. Si bien a fines de los años sesenta entraban fotógrafos itinerantes, no se interesaron en esta clase de fotografías. 

Vicente Pacini Rossio 
Autoretrato 
1874 

Pacini Rossio ingresa cuando dos caballeros provenientes de Curazao regentan un estudio. Ambos son ingleses, uno es de ascendencia francesa y ha recorrido varios países del Caribe. La presencia de los forasteros es una novedad para los residentes, ajenos a grandes acontecimientos. No es la primera vez que un fotógrafo extranjero arriba: en 1873 apareció otro originario de las Indias Occidentales Danesas, en el lejano mar Caribe. Ingresó por Cúcuta desde Venezuela. La inesperada llegada de los artistas revive en los mismos personajes ricos el hábito de a retratarse, de modo religioso, en cada nuevo estudio y repiten el ritual previo a las sesiones. Por lo tanto, hombres y mujeres se acicalan con esmero y llevan sus mejores ropajes, ellas ostentan costosas joyas. Las valiosas fotografías son guardadas en lujosos álbumes importados de Europa o los Estados Unidos. 

El mobiliario del estudio es bastante sencillo: consta de un telón de fondo monocolor, una silla, una mesa vestida y a veces un paraguas. Los objetos sirven de soporte para que el modelo descanse en las largas exposiciones, porque tendría movimientos involuntarios y la foto sale borrosa. De manera excepcional, un periódico local da la bienvenida a los trashumantes de modales exquisitos.

 Culminando el año y tras recibir agasajos de sus acaudalados clientes se enrumban hacia Venezuela y prosiguen en dirección a Curazao. En la fecha el flujo de extranjeros es escasa, viven unos cuantos marchantes europeos y un profesor de inglés, quizá de Inglaterra o estadounidense. Todos se han integrado al hogar nuevo con facilidad. A comienzos de año, dos alemanes vinieron de Barranquilla a negociar tabaco de alta calidad y elogiaron la población. Sin embargo, esta echa de menos al afable naturalista alemán asesinado, a los 35 años, en agosto de 1875, en circunstancias grotescas. Un día cualquiera los vecinos notaron su infrecuente ausencia y como no había emprendido viaje optaron por gritar su nombre, no consiguieron respuesta alguna. Entonces, entraron a la fuerza a la casa: en la mitad de su habitación lo hallaron desnudo y degollado en medio de en un charco de sangre coagulada, huellas de manos ensangrentadas sobresalían en las paredes blancas.

 Tras las primeras indagaciones se descubrió el asesino, un ex reo francés que pasaba las noches en casa del alemán. Trabajaba cerca al rio Algodonal en un molino de corteza de quina de un vecino suyo de origen irlandés. Las autoridades lo capturaron rápido, mas logró escapar de la imprevista cárcel a Venezuela, donde cambió de identidad e instaló un negocio con el botín del homicidio. Inexplicablemente, en los meses nacientes de 1876 regresó a Abrego. En el instante en que atravesaba un puente sobre una quebrada, en zona rural, cayó con su mula a la tomentosa corriente que lo arroja semanas más tarde en una propiedad campestre de su víctima, en el Llano de los Alcaldes. La inusitada relación nunca se mencionó en público, menos en la prensa. Los escasos franceses residentes, o descendientes de esa comunidad, se sintieron avergonzados por el crimen horrendo. La prensa local y las revistas de horticultura europeas informaron sobre el escabroso asunto, algunas responsabilizaron a las explosivas condiciones políticas de Colombia.

El naturalista, empleado de una firma de Inglaterra, exploraba la profusa y exótica vegetación de la región de Ocaña y otras aledañas. Fue corresponsal de una revista especializada en horticultura de ese país. En la estancia de siete años participó en propuestas cívicas y comerciales. Su espaciosa casa estaba repleta de plantas raras de la zona. Se ubicada en la calle del “Mango” que conduce al barrio La Piñuela, que pasó a llamarse la calle del “Botánico”. En los ratos libres atendía una colorida tienda de juguetes importados de Alemania. 

 El joven alemán recalcaba, en sus notas, la evidente desnudez vegetal de los cerros tutelares. Por desgracia, desde la creación de la ciudad se habían venido talando extensas áreas de bosques primitivos para la utilización de la madera en la construcción de muebles, puentes, techos u otras infraestructuras y sobre todo en la preparación de comida. Este desmonte se extendió a los territorios de la Cordillera Oriental y a pueblos vecinos por la codicia de orquideólogos y naturalistas extranjeros que a finales de los años cuarenta empezaron a devastar cientos de hectáreas de jungla. Con el objetivo de obtener unas cuantas orquídeas, derriban miles de árboles. A finales de la década anterior vino a la región un orquideólogo del imperio Austro- Húngaro, que es considerado el mayor destructor de orquídeas en el mundo.

 La rapiña por las plantas tropicales perdura con los agresivos y básicos métodos tradicionales, causantes de un enorme arrasamiento en las selvas colombianas; aunque disminuye cuando renacen los conflictos civiles. Los volúmenes despachados a Londres son tan colosales que en 1873 una compañía de horticultura inglesa remató 600 lotes procedentes de la región de Ocaña. Para recopilarlos se destruyeron inmensas aéreas de bosques primitivos y extinguieron especies vegetales y animales. Para compensar las pérdidas, desde la recolección hasta el desembarque, se remiten toneladas de plantas. El éxito de los despachos reaviva el nombre de la ciudad, recobra su notoriedad y atrae a más recolectores. El precio ambiental a pagar es altísimo y no la beneficia.

 El orquideólogo impulsó proyectos para el progreso y el ornato de Ocaña, propósito compartido por la población que deseaba superar su preocupante rezago y traer invenciones modernas como el ferrocarril y así sortear los altísimos impuestos pagados por el paso de mercancías entre el Estado de Santander y el del Magdalena, y otros iguales de injustos en la frontera venezolana. Es un plan liderado durante años por ciudadanos descontentos, respaldados por la Sociedad Comercial de Ocaña. El nacimiento de la Compañía del Ferrocarril del Cúcuta, en abril de 1876, alienta la ejecución del postergado proyecto de la línea de Ocaña al Magdalena. Los comerciantes locales insisten en las gestiones. Terminarían siendo infructuosas. 

Ahora bien, suena increíble, pero las carencias de los habitantes son las mismas que en la época de su fundación en 1570: no se presta servicio de agua potable ni de alcantarillado. La modernidad no ha entrado en escena, desde 1850 los dos únicos inventos modernos conocidos son la imprenta y la fotografía. La primera no despertó interés al principio pues se ignoró su trascendencia, la segunda fue una verdadera revelación porque poseía un aura misteriosa y diabólica. Un daguerrotipo de la catedral de Santa Ana es el único testimonio de que un fotógrafo pasó por Ocaña en aquel año.

La negrura de la noche es franqueada con velas y otras formas de iluminación naturales, la luz eléctrica no ha sido inventada. Para alumbrar las calles los vecinos ponen solitarios quinqués en las ventanas o puertas. En épocas anteriores, unas pocas cuadras del centro estuvieron iluminadas por la luz mortecina de un modesto alumbrado público a gas. Los horarios de los pobladores se rigen por el paso del día a la noche. De allí que tengan el hábito de levantarse en la madrugada. Acostumbran a desayunar entre cinco y seis de la mañana, almorzar entre once y doce del mediodía y cenar entre cuatro y cinco de la tarde. Se van a dormir a la hora del ocaso. En las noches despejadas miran fascinados los millones de estrellas apretujadas en su cielo chiquito o sino la omnipresente luna que colorea la villa con un tono surrealista.

Hasta el año anterior la única forma de comunicación con el exterior era por el correo, que en las zonas cercanas es todavía llevado por un “”peón” en mula o a caballo y en las distancias largas del resto del país en los vapores del rio Magdalena en Puerto Nacional, hoy Gamarra. Por las cambiantes condiciones climáticas y otros percances naturales o humanos ha sido un servicio deficiente y demorado. Por fortuna, en enero de 1876 se inaugura el asombroso invento del Telégrafo con un despacho proveniente de Puerto Nacional. En el preciso minuto en que es recibido el primer mensaje los atónitos empleados y curiosos se llenan de júbilo. La ciudad salía de un autismo ancestral. La iniciativa surgió de un pedagogo y comerciante que, cuando ejerció de Diputado a la Asamblea del Estado de Santander, propuso en 1874 extender una línea telegráfica de san José de Cúcuta a Puerto Nacional, atravesando la región. 

Debido a las impredecibles variaciones del clima y otros fenómenos naturales resulta dispendioso y caro preservar la tosca infraestructura del medio de comunicación y mantenerlo funcionando. Años atrás el Gobierno Nacional creó un cuerpo montado para vigilarlo y reportar daños. Uno de sus retos es combatir a quienes destrozan los postes por placer o para utilizarlos con fines domésticos. Por estas razones, se interrumpe seguido el servicio. Otra causa son las periódicas contiendas civiles, en las que cada bando ejecuta atentados al Telégrafo para perjudicar al enemigo. Una estrategia utilizada en la “Guerra de las Escuelas”, declarada en julio y que se prolongaría al año siguiente. Sería devastadora en amplias regiones del país. El conflicto arrancó en 1870 por diferencias de opinión sobre el modelo educativo implantado por el gobierno liberal y que provocó el descontento de la colectividad conservadora, la cual creyó amenazada la existencia de la cátedra de religión en los colegios, bajo el control de la Iglesia Católica. Totalmente renuente a ceder su hegemonía a los particulares. 

En 1876, circulan tres periódicos, uno de vida breve promociona una campaña política para Jefe Departamental; el segundo es de un maestro de linaje francés que funge de agente comercial de una librería española; el tercero pertenece a un momposino, que ante la alarmante carencia de trabajadores cualificados ofrece enseñar gratis el arte de impresor a un joven interesado. Los tipógrafos son traídos de afuera. El momposino edita un periódico en imprenta propia, leído por la pequeña colonia de gente de la región de Nueva York, está situada en Broadway. Otra es propiedad de dos hermanos oriundos de Magangué que, entre otros, vende revistas, figurines de moda, obras de poesía religiosa y literatura nacional y extranjera. Los rotativos siempre han sido de aparición intermitente, en consecuencia Ocaña se queda sin prensa en varias ocasiones; aunque se siguen imprimiendo hojas sueltas con noticias falsas, anónimos, intimidades, amenazas o cualquier motivo. En diciembre los tres medios desaparecerían.

La educación se imparte a través de varias escuelas rudimentarias, en las que abnegadas “señoritas” enseñan las primeras letras y operaciones matemáticas básicas. Asimismo, existen otras oficiales de primaria y dos colegios de varones. Uno de estos funciona en el antiguo monasterio de los padres Franciscanos, hoy Plazoleta de la Gran Convención. Desde el año pasado, opera otro dirigido por el citado educador de ascendencia francesa. Infortunadamente, en julio de 1876 se cierra por la falta de textos, enfrentamientos con los padres de familia y los efectos del terremoto de Cúcuta del año pasado. Su director toma rumbo a Bogotá. Aun así, la ciudadanía persiste en la idea de fundar un plantel femenino regido por religiosas. La meta es educarlas para ser buenas esposas y amas de casas, su formación intelectual se considera irrelevante.

En términos generales, la educación no es un tema significativo entre demasiados habitantes: la mayoría de los padres ricos aspiran a dejar los negocios y bienes a sus hijos para que perpetúen la tradición comercial. Un limitado sector de ellos si le da importancia a la instrucción y los envía a estudiar a ciudades capitales o al exterior. Es el caso de unos jóvenes ocañeros que viajaron en mayo de 1875 a New York, en los Estados Unidos, a cursar la carrera de Medicina o Bachillerato en Artes en selectas instituciones. Los padres pobres les heredan a sus vástagos un oficio o su miseria. 

Por otro lado, la oferta cultural es reducida. No se programan actividades de ningún tipo, la excepción son las realizadas en los establecimientos educativos. En marzo de 1876 una compañía lírica y de baile pasa por El Carmen y entra a Ocaña. Permanece algo más de dos meses brindando representaciones teatrales que traen contenido de “alta moral”. Las compañías de teatro, zarzuela y ópera, que recorren ciudades y poblaciones de Colombia, rehúyen enfrentarse a la escabrosa geografía de la región. La última, también española, se presentó ocho años atrás. Por la ausencia de un teatro los espectáculos se presentan en el patio o la huerta de una casa ofrecida por un mecenas de la cultura local. 

Una de las prioridades urgentes de Ocaña es un hospital o centro de salud. Ninguna administración se ha interesado en la necesidad impostergable. A inicios de año atienden tres médicos; uno local y dos de Mompóx y Cartagena. En el curso de unos meses se marcha uno y llega otro. Ir al consultorio de un médico es un lujo parecido al de frecuentar un estudio fotográfico. Quien puede se paga uno, cuando hay, o si no acude a los boticarios y farmaceutas, autorizados para recetar. Son por lo menos cuatro; uno es un farmacéutico guatemalteco graduado en su tierra. Las drogas, mayormente naturales, se venden en sus negocios, en casas de comercio e inclusive en residencias. La supervivencia de los menesterosos depende de la humillante e imprescindible caridad de almas compasivas o la consulta gratis de los médicos bondadosos. 

La dentistería está en manos de los barberos cirujanos, esto es, sacamuelas que se valen de herramientas de ferretería y no conocen los anestésicos, ya usados en otras partes del mundo. Además de poner a disposición sus servicios de corte de pelo y peinados o rasurar y acicalar la barba, hacen procedimientos médicos sencillos como flebotomías, sangrías y escarificaciones venosas. 

La tradición de los barberos cirujanos tiene su origen en la Edad Media, cuando por diversas razones la Iglesia Católica prohibió a los sacerdotes realizar procedimientos médicos, que incluían las aterradoras amputaciones. Como se ubicaban cerca de los monasterios con el fin de  afeitar los monjes, que no podían dejarse crecer la barba o el pelo, los remplazaron con rapidez pues habían aprendido sus métodos. Así, se convirtieron en improvisados cirujanos y dentistas. Por su destreza con las herramientas de cortar, se les facilitó. Para anunciar que extraían dientes o hacían sangrías, afuera de las barberías colgaban dientes o una vasija, sino ponían un palo ensangrentado. Este resultaba tan repugnante que hubo quejas y prefirieron izar un palo con trapos rojos y blancos, que representaban la sangre derramada y las vendas. Luego de varios siglos y tras múltiples modificaciones se llega al actual poste de barbería.

Gustavo Lobo Amaya 
2022


Algunos particulares también llevan a cabo los procedimientos citados y los partos, asistidos por comadronas y, raras veces, por comadrones. Resulta familiar ver a los barberos en dirección a la casa de un cliente con su gran maletín de cuero, dentro del cual llevan los instrumentos para peluquería o ejecutar pequeñas técnicas médicas. Otros se ciñen al significado estricto de su oficio. No obstante, a la manera de los fotógrafos viajeros, llegan algunos dentistas itinerantes que van de un sitio a otro buscando clientes.

En febrero de 1876, permanece por un mes un “cirujano dentista” que atiende a domicilio y en una esquina la plaza. En su publicidad no específica la facultad que le dio el grado, puesto que en Colombia no existe una. Es quizás un empírico. No es infrecuente que algunos médicos y dentistas mientan sobre sus títulos obtenidos en celebres universidades extrajeras. En la región de Ocaña no hay casi profesionales, estudiar una profesión es costosísimo. La mayor cantidad de trabajo recae sobre quienes hacen oficios. Entre los más solicitados se cuentan albañiles, zapateros, carpinteros, talabarteros, vivanderos, sastres, herreros buhoneros, cargueros, leñateros, aguateros mandaderos, arrieros, amansadores y otro más. Aunque no todos están presentes en la ciudad, entre los que no existen, o hay pocos, están los forjadores de hierro, marmoleros, vidrieros, relojeros y joyeros, estos dos últimos vienen por temporadas de otros lugares. En cuanto a las mujeres, los oficios frecuentes y permitidos son los de profesora, lavandera, costurera, parteras, hilandera y modista. 

Con su artilugio deslumbrante, Paccini captura aquella ciudad serena mientras duerme el sueño de un ininterrumpido atraso de dos siglos largos, en los que el progreso ha sido lento y esquivo. Ante todo, depende de la agricultura. La producción de quina, café, cacao, tagua, tabaco, entre otros productos, le ha ganado un renombre en el territorio nacional y en algunos países del extranjero. Por lo demás, posee una rústica y exigua manufactura de artículos básicos para consumo local. Opera un relevante número de casas comerciales de importaciones y exportaciones, afianzadas en los últimos diez años, que ofrecen mercaderías de Italia, Francia, España, Inglaterra y los Estados Unidos. Colombia no tiene una industria que satisfaga los propios requerimientos. Asimismo goza Ocaña desde dos decenios atrás, sin que sus moradores lo sepan, de un prestigio incomparable en el mercado de orquídeas de Londres, en Inglaterra, que subasta especímenes autóctonos que son desconocidos y están clasificar. La sola mención de la región evoca en los peripuestos ingleses el deseo de comprarlas por su exotismo. 

La panoramica de la ciudad dormida muestra su arquitectura simétrica. El orden de las cuadras fundacionales obedece al trazado en damero, utilizado en la arquitectura de la época colonial. Es frecuente encontrar dieciséis casas por manzana, cuatro por cada lado. Los barrios más reconocidos son San Francisco, La Plaza Mayor, San Agustín, “Punta del Llano”, “Hoyada del Pellejo” y La Costa. La nomenclatura de las calles y las carreras corresponde a nombres, se destacan la carrera de Teorama, y las calles Real, del Alto de Miraflores, de la Amargura, del Torito, del Botánico, del Comercio, del Tamaco, de Santander, de Bolívar, de Nariño, de Colón, y las “avenidas” de la Plaza 29 de Mayo.

La mayoría de las vías urbanas permanece sin empedrar, situación que ocasiona infinidad de percances peligrosos en los inviernos por los apestosos lodazales. Junto a la inexistencia de agua potable, son los desencadenantes de reiteradas epidemias de males infecciosos. En las cíclicas épocas de lluvias, de tres meses cada una, las calles se convierten en trampas mortales para los transeúntes, sobre todo para las mujeres que van ataviadas de vestidos largos hasta el piso. No obstante, en conjunto la ciudad es aseada. Los lugareños priorizan el hábito del aseo personal y el de los hogares, una cualidad resaltada por viajeros nacionales e internacionales desde siempre. En reiteradas ocasiones ciudadanos y hombres de negocios organizan campañas de ornamentación, que incluyen el blanqueamiento de las casas o desyerbar y mantener limpio su frontis.

Aunque es poco visible en el registro de Pacini, la población tiene marcado en sus recuerdos y la ciudad en sus edificaciones el sacudimiento del apocalíptico terremoto de Cúcuta del 18 de mayo de 1875. Unos meses antes ya el fotógrafo florentino estaba radicado en San Cristóbal, en el Estado del Táchira en Venezuela. Luego se mudó a Cúcuta, allí aprisionó inestimables fotos de la próspera capital. A los días de su arribo le sorprendió el destructor evento natural. Al estilo de un reportero gráfico moderno, retrató con minuciosidad la destrucción de la que fuera un floreciente centro urbano. 

El espantoso sismo dejó afectaciones serias en la iglesia de San Francisco, que comprometieron la espadaña, y en la estructura de la torre rectangular de la catedral de Santa Ana que perdió la cúpula y se averió, de igual manera, su espadaña. Desde el año anterior, comenzó una campaña para remodelar el frente y levantar la torre actual, que contiene reminiscencias árabes en su diseño. Las iglesias coloniales de Santa Rita, San Agustín y el Dulce Nombre tuvieron algunas afectaciones menores. En las casas de tapia pisada y teja del centro, donde se concentraban las familias ricas de la población, se derrumbaron techos y agrietaron paredes, las de bahareque y techos de paja de los barrios aledaños sufrieron menor perjuicio; como en “El Llano de Chaves”. Por eso ciudadanos opulentos decidieron construir nuevas viviendas en aquel emplazamiento y dieron origen al barrio del mismo nombre.

El valioso registro de Pacini Rossio apresa un sosegado instante de la ciudad llena de necesidades y ansiosa salir del encierro geográfico para buscar el desarrollo y el mundo. Terminada su visita, el fotógrafo sigue a El Socorro, donde abre un estudio y contrae matrimonio en agosto de ese año de 1876. Después de varios años se mudaría a Bogotá.